lunes, 30 de marzo de 2009

Al final de la escalera


Subía el miércoles pasado desde el andén de la estación de metro de Guzmán el Bueno pensando en el secreto del revés a una mano de Federer cuando me encontré con que el último tramo de escaleras mecánicas, el más largo y empinado, no funcionaba.

Durante unos segundos me quedé plantado frente a los filetes de acero, congelados en una disposición asimétrica que no hacía más que subrayar su estado no operativo. Ellos me miraban desafiantes, con actitud chulesca y aires de superioridad. Al no haber ningún cartel de aviso ni ningún anuncio de reparación en marcha, supuse que esa escalera había aprovechado su condición de automática para detenerse motu proprio - paradoja- y comenzar una huelga indefinida que reivindicara vete tú a saber qué derechos no concedidos. Es posible que no estuviera de acuerdo con sus horarios , con la irregularidad de las pausas para el bocadillo o con los pocos días de vacaciones mal pagadas, pero no creía yo que dejar en la estacada a tantos contribuyentes fuera el mejor camino para conseguir mejoras. Además, el hecho de que su compañera de tramo, la que se encargaba del transporte en sentido descendente, continuara leal y discreta con su servicio hizo que mi desprecio hacia la rebelde se afianzara, así que empecé a insultarla mientras me disponía a subir por las escaleras tradicionales.

Cuando llegué arriba, asfixiado y todavía muy cabreado, me giré para lanzarle una última mirada de desprecio y ví cómo una señora se acercaba al pie de las escaleras. No sé si porque iba con prisa o porque la inercia de su vida le impedía pararse a mirar, pensar y decidir, el caso es que enfiló la escalera en paro voluntario. Y ahí fue donde el espectáculo me enganchó.

La pobre mujer se había convertido en un polluelo recién salido del huevo. Cada paso suponía un triunfo. La cabeza gacha, la mirada reconcentrada, las manos temblorosas apoyándose en las bandas laterales (también en huelga) para buscar puntos de apoyo extra. Las piernas, que hasta el momento de entrar en la escalera se movían precisas y enérgicas, parecían haber olvidado la sencilla mecánica del caminar. Sólo a partir del séptimo u octavo escalón empezó a parecerse a un ser humano adulto subiendo una escalera y ya sí, los últimos diez los hizo con total seguridad, la cabeza alta y el amor propio recuperado.

¿Qué había pasado? Sus ojos habían visto una escalera mecánica y su cuerpo esperaba ser llevado en volandas hacia arriba, como ocurría siempre que se procesaba esa señal. El cerebro no tuvo tiempo para rectificar y cuando la señora empezó a subir aquello era un caos de órdenes y contraórdenes, reflejos condicionados y psicomotricidades en crisis de identidad.

Después de la señora vinieron un chico joven embutido en una camiseta de ac/dc, una pareja de ejecutivos y un jubilado en chandal con el marca en una mano y el paraguas en la otra. En todos pude observar las mismas disfunciones motoras y los mismos gestos de sorpresa e indefensión al verse arrojados a ese estado de incertidumbre, a esas arenas movedizas que sustituían a la tierra firme a la que estaban acostumbrados.

Comprendí entonces que la huelga de la escalera rebelde tenía un alcance mucho mayor del que había imaginado al principio y mi desprecio hacia ella se convirtió en admiración. Y miedo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

si hubiera ocurrido en el sentido de bajada daría aún más miedo

DR FUN dijo...

El mundo es un ojete -perdón, quise decir un pañuelo. He llegado aquí a través de Cristina y su blog Las historias de la dormidina, aunque realmente a quien conozco es a Mr Miau, cuyo blog El Arte del Bostezo me orientó al de Cristina y éste al tuyo. Mientras visitaba tu blog y antes de leer esta entrada, he ido a la cocina para saciar algo mi sed, y mientras me acercaba el vaso a la boca, mi mirada -traicionera- se dirigía hacia el tetrabrick de zumo de melocotón que esperaba tranquilo en la encimera. Jamás un trago de agua me supo tan extraño, puesto que mi cerebro ya se había encargado de predisponer mis papilas gustativas para recibir como se merecía a ese zumo de melocotón del que había sido informado a través del estímulo visual.
En definitiva, algo muy similar al esfuerzo sobrehumano que parecían tener que imprimir esos metroandantes a sus primeros pasos en la escalera en huelga.
Saludos. Ah y visita mi blog. Si te place, claro esta.